“Todavía se escriben cuadernos de campo” Alejandro García

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A menudo las redes sociales se llenan de recomendaciones de libros. Es un fenómeno que está ayudando a la venta de ejemplares a muchos autores desconocidos, pero también es un peligro, un arma que los grandes grupos editoriales saben esgrimir para vendernos productos de calidad ínfima.

Esto es lo contrario a lo que sucedió con Cuaderno de campo (La Bella Varsovia, 2017). Si salió a finales del invierno, en primavera ya manchaba parte de mi Twitter, Facebook e Instagram con su cubierta de flores. Yo no conocía a su autora, María Sánchez (Córdoba, 1989), pero sí la editorial, una de las que trabaja con mayor seriedad la poesía en España y de la que atesoro varios títulos en mis estanterías -mis respetos por Elena Medel, su editora-.

«>[[{«fid»:»37692″,»view_mode»:»media_original»,»type»:»media»,»attributes»:{«height»:1131,»width»:643,»style»:»width: 450px; height: 792px; border-width: 1px; border-style: solid; margin: 4px; float: left;»,»class»:»media-element file-media-original»}}]]Por causas de la vida, no me hice con él hasta el verano. Un grato recuerdo que me llevé de la ciudad de Lugo, donde nos perdimos varias veces hasta dar con la Librería Trama, enclavada en una suerte de galería comercial, tan secreta como mágica. La primera lectura, en la playa, ya obró el milagro. No podía ser que una autora primeriza tuviera tantos halagos porque sí.

Estamos ante una de las sensaciones del año poético que recién termina. Su autora, una joven veterinaria, mujer que ejerce su profesión en el campo, ha dado un golpe sobre la mesa con un libro muy enraizado en la tradición, pero a la vez lleno de frescura y originalidad. En él hay una voz, una voz que cuenta y que canta, una voz que nos exige, pero que a la vez nos da todo lo que debemos pedirle a la poesía. Personalmente hacía tiempo que un libro no me marcaba tanto. Podría ponerme en la piel de un lector de 1953, quien pudo enfrentarse por vez primera a los poemas de Don de la ebriedad, del gran Claudio Rodríguez. ¿Acaso no sentiría lo mismo que yo con este Cuaderno de campo? Sobre la perdurabilidad de éste, sólo el tiempo tendrá la última palabra.

Su poética se ancla en un territorio: “(…) a mí / que me gusta situar las cosas / en la región exacta / darles un significado / proveerlas de una historia.” Versos que me recuerdan mucho a los de otro poeta de lo rural, Fermín Herrero y su libro Tierras altas: “Todo poema acota un espacio / y lo funda, baliza un territorio.”

Y así, nos situamos en la vida del campo, la casa del pueblo, el corral lleno de barro, esa España que parece en constante abandono por el auge de las ciudades desde los años 50. Esa vida que en este libro es recuerdo y es infancia, es memoria de los antepasados. Quizá parte del éxito de este libro resida en la forma en que nos remueve esos recuerdos que teníamos aparcados en algún rincón de nuestra mente: cuando de niños viajábamos al pueblo, cuando descubríamos que la vida en el campo es dura y significa miedo, muerte o animales. Esos eslabones, que eran nuestros abuelos, han ido desapareciendo y en Cuaderno de campo se trata de retener su memoria con el verso.

Ese verso varía de un poema a otro. Puede ser más corto, apenas un chispazo, o bien se adentra en terrenos cuasi narrativos. Muchas veces la total ausencia de puntuación nos da la libertad para leer el poema con detenimiento, masticando cada palabra y aprehendiendo los conceptos. En el centro de todo: la memoria. Una memoria personal y familiar. Un diálogo con el pasado, donde se cruzan reproches y halagos. Frente a ese mundo patriarcal y hombruno, aparece ella, la poeta: “(…) Soy la tercera generación de hombres que vienen de la tierra y de la sangre”. Ese contrapunto se fabula incluso en los animales moribundos: “(…) Ellos me hablan como a un hombre. Ellos esperan de mí lo que esperan de un hombre.”

Hay que recordar que la autora desarrolla su trabajo de veterinaria en el mundo rural y si siguen sus redes sociales, en las que se muestra a diario, está haciendo una gran labor para dar visibilidad a las mujeres que trabajan en el campo. Y esa labor se asoma también en los poemas. Hay sangre y vísceras, hay estómagos de rumiantes, hay referencias a Audubon el naturalista, a Von Hagens, ese científico-artista que recrea el cuerpo humano tal y como es, con toda su crudeza.

La vida del campo se va dibujando en pequeñas pinceladas. No estamos ante los tópicos literarios latinos del “beatus ille” o del “locus amoenus”. Aquí todo es más sencillo, pero en esa sencillez reside la magia del libro. Se resume muy bien en estos cinco versos: “(…) Algo así tiene que ser el hogar: / Oír fandangos mientras las ovejas van / tras sus corderos / Rebuscar con los dedos las raíces / Ofrecer a los tubérculos los tobillos”.

En definitiva, estamos ante un álbum familiar y un reencuentro con el pasado. Hay, quizá, una necesidad de reafirmase, de decir aquí estoy, soy mujer y puedo entrar a ese mundo que antes estaba vedado a las mujeres. Leemos, por ejemplo: “(…) hablo de tener las manos ardiendo y empapadas / de sangre, hablo de los últimos movimientos y / de lo caliente que está un cuerpo antes de marcharse”. Por estas páginas se pasea la niña, la veterinaria, la poeta, la mujer que canta para espantar los malos recuerdos. Hay algo de ritual y de sangre, hay enfermedad y ojos que se cierran para siempre. Pero también se respira el aire fresco del campo, el silencio alargado de las tardes de verano.

(Alejandro García San José)



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