Se marchó Alejandro Fernández. Murió fuera de temporada, lejos de la época de vendimia y lejos de casa. Se le rompió el corazón después de que le quitaran la vida quienes de él la recibieron. Tengo escrito en esta página que no fue el fundador de la Ribera del Duero, ni siquiera le puso mucho interés en los primeros pasos, pero no le negaremos su mérito al pasear por el mundo el nombre del pueblo que le vio crecer.
Un pueblo, una comarca, una denominación (sobre la que no me extenderé, no me apetece) que fueron espectadores de excepción de lo sucedido durante estas décadas: la picaresca de los inicios; el éxito vitivinícola y, por tanto, económico y social; la creación de puestos de trabajo, la erección de un imperio, la diversificación, la proyección internacional sin perder el apego a la tierra… Y, sí, claro, dicen que siempre nos quedamos con el último dolor, y éste fue el escándalo, la decepción, el culebrón.
Partidarios de unos y de otras cuentan su versión. Unos, lo llevan al terreno empresarial; otros, los más de la tierra, al personal. Del primero, se puede debatir, quién tenía razón, quién no y “Usted, firme aquí, padre, que ya nos ocupamos”. Del segundo, la unanimidad está más próxima, pocos lo entienden, muchos menos lo justifican y aún menos creen que las cosas se arreglen con una frase lapidada a toro pasado.
No es la del desencuentro familiar, la cainita, una exclusiva de Pesquera. Parece una suerte de genealogía maldita en no pocas empresas familiares, especialmente del sector, especialmente de la comarca. Ahí está, tan próximo en la geografía, el caso de Eulen, faldas por medio, si es que la actual corrección política permite decir faldas; si no, lo sustituyo por la prenda exterior o interior que me digan. Si viajamos un poco más al norte, la memoria nos lleva a Gullón y los consejos de administración en el Mercedes.
Pero la Ribera, ese Falcon Crest con dulzaina, parece territorio abonado para estos dramas filiopaternales: primos buenos y primos malos, tipos que abandonan el negocio familiar para buscarse la vida (y qué vida) en la competencia… Legítimo esto último, faltaría más. Y, en medio, entre majuelos, cepas y ceporros, gente ejemplar, mujeres y hombres agradables, de trato afable, que te reciben con una sonrisa, no sólo con una copa de vino entre las manos, aunque así no se agarre el recipiente, ya lo sé.
Pasar de tierra dura a milla de oro no debería exigir estos sacrificios.