La mascarada política vivida estos días a cuenta de la imposición de los ‘tapabocas’ para, dicen, evitar los contagios de gripe u otras enfermedades, nos ha retraído a los peores momentos de la pandemia, hace cuatro años, cuando una enfermedad tan grave como real fue usada como experimento de control social posteriormente declarado ilegal.
Hay muchas diferencias, sí, pero no menos similitudes. En 2020, ya por estas fechas, luchábamos contra una enfermedad cuya gravedad no era reconocida por los mismos que luego tocarían arrebato. En los peores momentos, el tristemente recordado Fernando Simón (siempre a sus órdenes, presidente) insistía en que la mascarilla era innecesaria, del mismo modo en que no hacía ascos a ir a manifestaciones del 8-M y banalidades similares. Años después, más de dos, con la enfermedad no erradicada pero sí controlada, la obligación de usar mascarillas en determinados niveles y escenarios se prolongó hasta la exasperación de propios y extraños, quién sabe si por liberar ‘stocks’ tras una crisis sanitaria y humanitaria de la que trincaron los amiguetes.
El ´burka’ de occidente
Hoy, una vez más, se niega el debate, se niega la posibilidad de que los expertos, los de verdad, razonen sobre la necesidad y la eficacia o no de la mascarilla. Algo tan sencillo como que, si dos se reúnen, en el nombre de quien sea, uno solo enmascarado protege a los dos. Se niegan debates sobre la ridiculez que supone volver a medir los índices por comunidades autónomas, es decir, equiparar los datos de Ponferrada con los de Soria, no con los de Lugo, que es con quienes de verdad tienen contacto los bercianos.
Y, lo más grave, las formas. La decisión del Ministerio, la rabia de una ministra a la que le sale una y otra vez la comunista que lleva dentro, y los afanes de venganza por sus reiterados fracasos electorales en Madrid, fracasos premiados, por cierto, con un Ministerio sin competencias, salvo la de los bozales, parece ser. Fracasos que vamos a sufrir los ciudadanos. Los de todas las regiones.
Porque, al final, pagan los de siempre, los más vulnerables, las personas mayores a las que es más fácil convencer y aterrorizar usando como arma sus propias debilidades. Esos cuya situación duele mucho mas que la de quienes acatan por sumisión a una ideología, por masoquismo o por conseguir un carné de buenos ciudadanos en una sociedad en la que la mascarilla ya no es un instrumento de protección sino de sumisión. Bienvenidos al ‘burka’. Bienvenidos al ‘soviet’.